Una niña quiere disfrutar de lo que le produce más placer en las tardes de verano que pasa en casa de su abuela.
Determinación y visión con un solo objetivo: construir un puente.
Este cuento lo escribí hace tiempo y empieza así:
«De la casa a los tres pinos había treinta metros. La disposición triangular de éstos me había sugerido de niña un espacio cerrado y había hecho de él mi refugio particular. En ocasiones me entretenía marcando los límites con piedras. Realicé, incluso, una valla de ramas dejando una abertura pequeña en la que coloqué una puertecita -que hice con cartones y era exactamente de mi medida de ancho con los brazos pegados al cuerpo.
Sólo lo que necesitaba para pasar, sólo eso.
A ésta le añadí un candado que me dio la abuela.
Me encantaba abrirla y cerrarla o descuidarme de hacerlo según tuviera el día. Los demás niños que veraneaban por allí vinieron como moscas atraídos por esa “cabaña” que había construido. Recogí esa misma noche todo y volví a dejar los tres pinos pelados con mis límites interiores intactos. Los niños se fueron. Encontraban eso aburrido. Yo también se lo parecía.
Por las mañanas, la abuela me daba pan con leche para desayunar. Yo le daba un beso de buenos días y le decía que me iba a los tres pinos a pensar. Ella me ofrecía una sonrisa que yo guardaba inmediatamente en mi corazón y me decía adiós.
A mí me costaba un poco llegar a los tres pinos con el tazón de leche caliente y el trozo de pan intactos. Pero tenía mi método: Colocaba el pan entre la barbilla y mi cuello y bajaba con fuerza ésta a la vez que subía el pecho para sujetarlo. Como bajaba mucho la cabeza, el vaho de la leche me daba en la cara y no sabía muy bien por dónde andaba.
Eran preciosos momentos de niebla que me hacían lagrimear y entornar los ojos.
Nunca me caí…
o no lo recuerdo»
(Si quieres saber el final del cuento, lo publicaré en algún momento de la vida de este blog.)